OBSTÁCULOS EMOTIVOS Y MENTALES : AGRESIVIDAD Y CRITICISMO

Ahora examinaremos otro de los mayores obstáculos que se oponen a la realización espiritual: la tendencia a la autoafirmación personal con sus correspondientes manifestaciones agresivas. Estas manifestaciones son muy variadas, poseyendo unas un carácter más impulsivo y otras una naturaleza más mental. Las examinaremos conjuntamente, ya que a menudo los elementos emocionales y los elementos mentales se asocian y se entrelazan en nosotros de modo complejo.

Entre las manifestaciones de carácter agresivo podemos destacar el antagonismo en sus diversas formas; ira o cólera, resentimiento, reprobación, censura y criticismo.

La ira o cólera es la reacción provocada por cualquier obstáculo o amenaza a nuestra existencia o a nuestra autoafirmación en cualquiera de los aspectos de nuestra vida. El hecho de que se trate de una reacción “natural” no implica que siempre sea oportuna y ni siquiera ventajosa para los fines egoístas de la autoafirmación. No es raro que conlleve un daño evidente: la ira es una pésima consejera y si no se domina puede conducir a excesos y a actos de violencia que, al igual que el bumerang australiano, rebotan contra aquel que los ha lanzado. Esto es algo tan patente que ni siquiera valdría la pena insistir en ello, pero desgraciadamente, ¡en la vida a menudo nos olvidamos de las cosas más notorias y elementales!.

Otro efecto dañino de la ira es que literalmente produce auténticos venenos en nuestro organismo. Estos son provocados por el resentimiento que puede considerarse como una irritación crónica.

Pero considero oportuno detenerme en un aspecto de la tendencia combativa que merece una especial atención debido a su insidiosa y sutil naturaleza, su enorme difusión y sus efectos particularmente maléficos. Se trata del criticismo: esa tendencia –o casi podríamos decir que manía generalizada- por censurar y desvalorizar a nuestro prójimo en toda ocasión.

Examinaremos por qué tal tendencia se halla tan poderosamente difundida: ¿por qué tantas personas, provistas en otros aspectos de una gran calidad moral, se dedican con ardor, casi con entusiasmo, a criticar a los demás experimentando con ello un vivo placer que puede verse reflejado en todo su ser, desde el brillo de sus ojos, hasta las inflexiones de su voz o a la animación de sus gestos?

Un breve análisis psicológico nos permitirá comprender este hecho con facilidad. De hecho podemos observar cómo muchas de las tendencias fundamentales del hombre encuentran satisfacción en el criticismo. En primer lugar, criticar satisface nuestro instinto de autoafirmación: el constatar y poner en evidencia las deficiencias y debilidades ajenas nos proporciona una agradable sensación de superioridad y excita nuestra vanidad y presunción. En segundo lugar, ofrece un desahogo directo a nuestras energías combativas con una doble cualidad: por un lado nos proporcionan la satisfacción de una fácil victoria obtenida sin ningún tipo de peligro (puesto que el enemigo está ausente), mientras que por otro parece algo inofensivo –a veces incluso como un deber- escapando a cualquier freno o censura interna al haber engañando así a nuestra propia conciencia moral.

A ello se añade el hecho de que para muchas personas que deben someterse al dominio de otras sin oponerse, o que deben soportar situaciones y condiciones que les resultan desagradables pero contra las cuales no pueden rebelarse, el criticismo constituye el único modo de liberar su hostilidad y sus resentimientos reprimidos: es su única válvula de escape para disminuir sus presiones internas. Este hecho explica también por qué el criticismo se halla más desarrollado entre el sexo femenino que entre el masculino (y esta constatación no es mía). Y es que, en efecto, el hombre dispone de otros y peores medios para manifestar sus tendencias combativas, de los cuales suele hacer amplio uso.

Finalmente, el criticismo satisface –y es un hecho curioso- nuestra propia tendencia de comunión con los demás, aunque bien es cierto que de forma parcial y nada edificante. Esta aparente paradoja no debe asombrarnos demasiado. Es un hecho que lo que más une y reconcilia a las personas y a los grupos es tener un enemigo común, ya sea presunto o real. Por consiguiente, no debe sorprendernos que los hombres se proporcionen con suma facilidad el placer de congeniar y de entenderse con los demás a través de ¡hablar mal de sus semejantes!. Pero naturalmente, en esos casos no puede decirse que se trata de una verdadera unión sino de acomodos temporales y superficiales, y que están basados en la separatividad y no en la unidad; es por ello que estos vínculos negativos suelen deshacerse con facilidad. De este modo, en el ámbito del criticismo, no es raro que Tizio y Cayo hablen mal de Sempronio, que poco después Tizio y Sempronio critiquen a Cayo, y que ello no excluya que cuando Cayo y Sempronio se encuentren ¡hagan lo mismo con Tizio!.

La actitud psicológica del criticista sistemático, y toda su ridícula presunción, se halla perfectamente reflejada en la siguiente anécdota inglesa: dos ancianos escoceses revisan con complacencia todas las locuras de sus conocidos. Una vez finalizada esta nada breve tarea, uno de ellos observa a modo de conclusión: “En resumidas cuentas, amigo mío, se puede decir que todos los hombres están locos, a excepción de nosotros dos, claro está… Aunque, bien mirado, tú también estás un poco….”

Una particular manifestación del criticismo la constituyen la burla y el escarnio. Todos los pioneros e innovadores han sido ridiculizados e incluso tachados de desequilibrados.

Sería conveniente destacar que existe una diferencia radical, aunque frecuentemente no reconocida, entre la burla y el humorismo. La burla es antagónica, intransigente y casi siempre cruel. Por el contrario, el humorismo está dotado de indulgencia, bondad y comprensión. Este último consiste en contemplar desde lo alto, en su justa medida y proporción, las debilidades humanas. Y el verdadero humorista es aquel que, ante todo…. ¡se ríe de sí mismo!

¿Cómo podemos llegar a librarnos de nuestra tendencia al criticismo?

Existen varios medios muy eficaces


1. Transformación y sublimación

La tendencia a la crítica puede transformarse en una sutil y sabia discriminación. Esta no es tan sólo legítima, sino también necesaria. En realidad, y al contrario de lo que sostienen algunos, no criticar no significa no reparar en las deficiencias ajenas o cerrar los ojos frente a éstas, ni mucho menos ceder pasivamente a las injustas exigencias de los demás.

Lo que distingue al criticismo de una justa y adecuada discriminación es la actitud interna frente al descubrimiento de los defectos ajenos: mientras que el criticista se siente complacido más o menos conscientemente, el que discrimina sufre con ello; no sólo no acentúa ni difunde tales defectos, sino que se siente impulsado a compadecer y a ayudar a las personas imperfectas. Lejos de complacerse en su propia superioridad, preferiría que el otro fuese igual o superior que él, desea que aquél se corrija y actúa con este fin. Si en alguna ocasión –por amor a la verdad, por mantenerse fiel a sus propios principios o también por el bien de los demás- el que discrimina espiritualmente se ve obligado a manifestar abiertamente su disentimiento, debe amonestar o advertir ante una situación, o debe defender alguna causa, institución o persona injustamente atacada, lo hace con fuerza y valentía, pero siempre de forma serena e impersonal.


2. Desarrollo de las cualidades opuestas

Estas cualidades pueden dividirse en dos grupos. El primero abarca la bondad, la dulzura, la generosidad y el amor.

Téngase en cuenta que no estamos hablando de una pseudo-bondad pasiva, débil y sentimental, sino de la bondad espiritual, que es potente, dinámica e irradiante. Es un tipo de bondad como la de San Francisco de Asís, que amansó al lobo de Gubbio y a muchos “lobos humanos”. Es la bondad de su homónimo, San Francisco de Sales, cuya dulzura e imperturbable bondad produjeron numerosas conversiones. El poder de la dulzura se halla magníficamente reflejado en un agudo proverbio toscano: “Se cazan más moscas con una sola gota de miel que con cien barriles de hiel”. Esto es algo tan evidente que resulta superfluo insistir más en ello. También en este caso se trata “tan sólo” de llevarlo a la práctica.

El segundo grupo de cualidades está constituido por la estima, las alabanzas, la gratitud y la constante acentuación del lado bueno de las cosas, de los hombres o de las circunstancias. A este tipo de apreciación normalmente se le suele llamar optimismo, pero no se trata de un optimismo ciego y superficial. Pueden verse claramente todos los aspectos de la vida, incluso los más oscuros o negativos pero entonces se dirigen conscientemente la atención, el interés y el aprecio hacia los positivos.

Según una cita de Alphonse Karr: “El pesimista ve la espina bajo la rosa, mientras que el optimista ve la rosa sobre la espina”. O bien, utilizando otra imagen: “Ante un vaso de agua lleno hasta la mitad el pesimista lo ve medio vacío mientras que para el optimista está medio lleno”.

Esta actitud la expresó poéticamente Vittoria Aganoor Pompilj a través del siguiente diálogo entre San Francisco y uno de sus frailes:


“San Francisco, me parece oír el triste silbar

de las serpientes bajo los arbolillos”.

“Yo no escucho más que el plácido susurrar

del piar y el himno de los pajarillos”.

“San Francisco, desde el estanque y por la salvaje vía

me llega un aliento que apesta”.

“Yo sólo huelo a tomillo y a hiniesta

Y del estanque bebo salud y alegría”

“San Francisco, aquí el suelo se hunde y, además,

Llega la noche y estamos lejos de las celdas”.

“Levanta tus ojos del fango, hombre, y verás

En los celestes huertos renacer las estrellas”.


Esta cordial percepción del lado bueno y luminoso de todas las cosas y de todos los seres facilita y alegra la vida. Nos proporciona la luz y las fuerzas necesarias para poder librarnos de esos sentimientos de descontento, de mal humor, de rebelión o de resentimiento contra las circunstancias, contra la vida, o incluso contra el mismo Dios y que constituyen el aspecto más amargo, más tormentoso, más ciego y también más mezquino de todos nuestros dolores y adversidades.

Osamos criticar a Dios y acusarlo –más o menos conscientemente- de insensibilidad, de dureza y de crueldad hacia nosotros mismos o a los demás, sin ni siquiera darnos cuenta de lo ridículo de nuestras presunciones y sin recordar cuántas veces, con la distancia del tiempo, hemos terminado por reconocer la función espiritualmente benéfica del dolor.

Es necesario que sepamos ver la acción de Dios, incluso cuando nos parece dura y adversa. Víctor Hugo escribió una fina apología a este respecto


:“…. El caballo debe ser maniqueo.

Ahrimán le hace daño; Ormuz le hace el bien;

Cada día, bajo la fusta, se siente despedazado,

Siente tras él al terrible patrón invisible,

Ese desconocido demonio que lo cubre de golpes;

Al anochecer, ve a un ser dulce, bueno y solícito

Que le da de comer y de beber,

Que pone paja fresca en su negro establo,

Que intenta apaciguar su dolor con calmantes

Y su dura fatiga con el reposo.

Uno de ellos le persigue, pero el otro le ama.

Y el caballo se dice a sí mismo:

“Son dos”; pero son el mismo


Muchos opinan que la estima, la alabanza o la gratitud poseen un poder sobre las circunstancias que podríamos calificar de “mágico”: facilitan el camino, disuelven los obstáculos y atraen el bien. Sea como fuere, lo cierto es que producen una admirable transformación interna: crean en nosotros una armonía, una serenidad y una profunda paz “que nada puede perturbar y en la cual el alma crece como la flor sagrada sobre las aguas mansas”.


Fragmento tomado de :

“Psicosíntesis. Ser transpersonal. El Nacimiento de nuestro ser real.”.

Roberto Assagioli.

Gaia Ediciones, 1996.

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